De pronto me acordé de la camisa. Era una camisa ancha, sin cuello ni botones, con unas franjas anchas azul clarito. No era una camisa griega, pero a mi me lo parecía. Podría pasar tanto por una camisa hippie como por una camisa pija. Era elegante, y a la vez bohemia. La eché de menos al instante. No es una camisa que encuentres ahora en cualquier tienda, es algo que solo consigues en un momento dado, cuando se combinan una serie de circunstancias determinadas, una serie de coincidencias. Y se me pasó por la cabeza que aunque encontrase una exactamente igual, no sería la misma camisa. Al principio no entendí ese pensamiento. Pero luego recordé lo bien que me quedaba con el moreno que conseguí aquel ese último verano de COU, antes de que empezara a suspender asignaturas en la carrera y en los que las vacaciones eran vacaciones.
No echaba de menos la camisa; echaba de menos al chico de dentro de la camisa. Ese chico divertido, simpático y que siempre tenía tiempo para sus amigos. Un chico al que le iban bien las cosas, y tenía tiempo libre para disfrutar. Ese chico con esa moto, que tanto le gustaba a las chicas, que se lo rifaban para que las llevara a su casa. Echaba de menos ese tiempo de libertad y de descubrimientos. Como que a las chicas las volvía locas que al dejarlas en casa esperaras a que se metieran en casa antes de irte. Con eso las tenías a tus pies. Incluso a las que tenían novio, porque ese novio no las esperaba, y cuando tú te quedabas sonriéndolas ellas se preguntaban “¿Por qué estoy con un tío que no espera a que me meta en casa"?”.
Luego vinieron las obligaciones, primero tontas, como aprobar las asignaturas para el verano; luego más serias, encontrar un trabajo, y tener una novia “formal”, ya entonces el tiempo empezaba a escasear, y el de los amigos también, y entonces empezabas a dejar de verlos. Entonces llegaba la boda, otra obligación. 400 invitados a ver en 4 horas. 100 invitados por hora. 25 en 15 minutos. Menos de un minuto por invitado. Y además había que pasarlo bien. Y luego llegaron los niños. Carla y Rober. Y entonces el tiempo ya desaparece. Ya no eres más tú. Eres la mano de obra en la empresa, la vaca lechera del banco, el compañero de tareas domésticas de tu mujer y el educador de tus hijos. Y tienes que considerarte afortunado, porque después de todo, ese trabajo que no te gusta te permite pagar la hipoteca, y esa esposa que hace mucho que dejó de ser aquella novia, te ha dado dos niños a los que adoras y realmente son lo único que te hace levantarte por las mañanas. Entonces un día te levantas por la mañana y te preguntas “¿Quién soy?” “¿Qué hago aquí?”
¡Cómo necesito esa camisa ahora!
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